Canalizar las emociones a través de la palabra escrita no es nuevo: ya nuestras abuelas sugerían “escribí y quemá, querido”.
Contarle a un papel lo que nos pasa es catarsis vieja; y funciona, claro que sí, pero hoy sabemos que hay mucho más que exteriorizar y –vaya que está de moda esta palabra- “soltar”.
La Psicología da cuenta del valor que puede tener la escritura emocional cuando ésta se practica con la intención de llevar a cabo un trabajo mucho más profundo y radical que el simple hecho de aliviar o descomprimir las emociones.
Sabemos que cada emoción trae consigo una información específica; aunque también reconocemos que no siempre estamos en condiciones de identificar la verdadera emoción que nos gobierna. La práctica de la escritura personal, sin represiones ni censuras, sin condicionamientos ni juicios o prejuicios, descomprime, sí, pero fundamentalmente ayuda a identificar la emoción genuina y el verdadero motivo que la provocó.
Nuevos tiempos, viejos sentimientos
Pareciera ser que el nuevo milenio trajo consigo un cambio de paradigmas. Y uno de ellos es sustancial: el reinado de la razón está siendo desplazado por el de la emoción, aunque no para retirarse por completo, claro, sino para compartir el trono con nuestras zonas más sensibles, aquellas que (atendamos la raíz etimológica de “emoción”) nos mueven.
Pero ¿qué es lo que siento y cómo manejar ese movimiento? Cuando distintos factores impiden conocer qué sentimientos son los que gobiernan nuestras acciones, nos asalta una suerte de silencio o mudez para contar(nos) qué nos sucede o qué sucedió. A veces esto último está muy claro, pero hay que dilucidar por qué hemos reaccionado de la manera en que lo hicimos. En última instancia, no importa tanto lo que nos pasó, sino nuestra reacción.
Cada vez con más frecuencia, nos permitimos hablar sobre viejos temas que sabíamos atravesados en la garganta. Hoy existe una contención social para hablar determinados asuntos que hasta hace pocos años eran tabú; así como se tolera más el cuestionamiento a figuras de autoridad (padres) e instituciones. Pero no basta con decir “me duele”, sino que hay que definir qué nos duele. Y dónde. Desde cuándo y por qué continúa hoy.
Muchas preguntas para abordar desde el dolor. Y muy difíciles de responder cuando son parte del pasado y entran en escena la memoria y la necesaria e inevitable imaginación que viene a completar lo que no recordamos (aunque a veces nos juegue una mala pasada).
Cuando conocemos,
estamos en condiciones de comprender
y cuando comprendemos, podemos aceptar.
Escribir para comprender y aceptar
La gran diferencia entre la escritura catártica o meramente emocional y la terapéutica, reside en la intención. Mientras la primera se conforma con el alivio, la segunda busca la comprensión. Cuando conocemos, estamos en condiciones de comprender y cuando comprendemos, podemos aceptar. Esto último no implica justificar ni perdonar; de hecho, cuando aceptamos, no necesitamos justificar ni perdonar, ya que no es necesario recurrir al juicio.
Toda escritura es terapéutica, aun la creativa. Huelgan los ejemplos de grandes escritores –poetas, novelistas, cuentistas- que sobrellevaron o superaron traumas tremendos gracias a la escritura literaria. Pero como decíamos más arriba, todo se reduce a la intención: mientras la escritura literaria busca la estética, la terapéutica busca la honestidad.
Es crucial ser honestos a la hora de escribir. Tanto como a la hora de interpelar, que es el paso siguiente indispensable e ineludible. El alma de la escritura terapéutica.
Se trata de escribir e interpelar,
comprender y aceptar
para después tomar decisiones.
El texto que cuenta más que lo que muestra
Todo texto dice algo. Y muchas otras cosas más, como la poesía.
El proceso de interpelación de los escritos es una de las instancias más ricas y debe realizarse, en lo posible, con un testigo calificado que oficie de terapeuta (o detective o periodista sagaz) que ayude a encontrar lo que no está relatado (adrede o inconscientemente) y a profundizar en lo dicho. Es muy frecuente “olvidar” detalles o nombres, así como lo es detenerse en sucesos que no son relevantes. Estas omisiones o desvíos en el relato muchas veces cuentan más que el relato mismo, pero es fundamental la presencia de ese testigo que sin juicios ni críticas, pregunte, señale, inquiera. Esa persona no debe ser un amigo o un familiar condescendiente, comprensivo y hasta optimista. En esta tarea no es saludable recibir palmadas de apoyo, sino preguntas y algunos comentarios.
Interpelar el texto puede implicar reescribirlo y la reescritura es profundización.
Recuperar el diálogo interior
Escribir sin prejuicios ni críticas, atendiendo solo los hechos (o lo que creemos que sucedió), ejercita el diálogo interior y desplaza los discursos monotemáticos y recurrentes. Instalamos otra voz y desplegamos otras miradas sobre los asuntos.
Cuando desarrollamos estas habilidades estamos ejercitando la inteligencia emocional. Las emociones entonces, llegan a nosotros con preavisos y mostrándose claras, transparentes, con sus mensajes sin interferencias. Puesto así suena muy bien y en la práctica esto es difícil que ocurra, es cierto. Pero como todo, requiere práctica y atención.
La práctica de la atención y la atención permanente para no olvidar la práctica. Es un viaje de autoconocimiento, de diálogo y de compasión. Si en este viaje el viento es el Amor, difícilmente zozobremos. Por eso es crucial la interpelación despojada de culpas y juicios, el acompañamiento de un testigo calificado y el objetivo de comprender para aceptar y luego, de ser necesario o posible, tomar decisiones.
Ahora es mi turno
Esta frase parecería ser la frutilla del postre del proceso de escritura, cuando la persona comprendió, aceptó y resolvió tomar una decisión por sí misma, sin atender los mandatos y el sistema de creencias familiares, los prejuicios sociales y culturales, entre otros preceptos adquiridos o heredados, además de sacudirse culpas propias y ajenas, miedos y temores.
Sentirse dueño de uno y su destino, de su historia y sus decisiones, es una sensación que debe experimentarse a cualquier edad. De hecho, esto sucede en la práctica y a mayor edad y sensación de “liberación”, mayor sensación de alivio, compasión, rejuvenecimiento y paz interior.
Saberse dueño del guión de la propia vida bajo una mirada amorosa y compasiva, es experimentar sensaciones de trascendencia. Se toma consciencia real del real valor del pasado, de la fuerza del presente y la ilusión del futuro, se vive el día con mayor atención y consciencia de las emociones y cómo éstas motorizan nuestras acciones.
Sentir el poder de la palabra interna, dialogar honestamente con uno mismo, atender los propios valores y percibir a los otros –a todos, claro- como partícipes indispensables de nuestro guión, nos sitúa en un estado más espiritual que material. Y es en ese terreno donde los miedos, los traumas, los prejuicios y las represiones, no tienen cabida.
Un cuaderno y una lapicera pueden ser una gran puerta. Haga la prueba. Después me cuenta. O mejor aún: después me escribe contándome cómo le fue.
Ariel Puyelli es escritor y periodista. Coordina talleres literarios y de escritura terapéutica.
Como escritor de ficción, publicó alrededor de treinta libros (novelas, cuentos y poesías).
Es autor del libro “Escritura terapéutica: cuando la palabra escrita sana” (Ediciones GataFrida, 2018) en el que a partir de experiencias personales y de testimonios recogidos en sus talleres y charlas, con ejercicios y material teórico, acerca al lector a los fundamentos y la práctica de la escritura terapéutica.
Actualmente reside en Lago Puelo, Chubut.
En su canal de YouTube están disponibles charlas y presentaciones sobre la escritura terapéutica.
Blog: aapuyelli.wixsite.com
Facebook / Instagram: Ariel Puyelli
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